Personales gustos estéticos
aparte, hemos de convenir que existen determinados paisajes a los que la mayor
parte de los humanos consideraríamos mucho más atractivos que otros.
Un paisaje alpino, con o sin
nieve, reclutará más admiradores que un desolado descampado en la periferia de
una gran ciudad mesetaria. Una isla tropical, con parte de su playa de
blanquecinas arenas convenientemente sombreada por palmeras cocoteras y rodeada
por un mar de transparentes aguas, tampoco se descolgaría mucho en el listado
de paisajes considerados paradisíacos. Mientras que un rocoso islote, carente
de vegetación, ensenadas ni arenas playeras, no alcanzaría la misma
popularidad.
Aunque tampoco habría que desdeñar
la posibilidad de que, en algunas ocasiones, paisajes de apariencia vulgar, sin
nada llamativo ni fuera de lo común, pudieran metamorfosearse en un lugar incluso
bonito, simplemente por el hecho de que allí te hubiera sucedido algo que mereciera ser recordado.
El desolado y eólico Páramo puede transformarse en un paisaje maravilloso cuando recuerdas que fue
allí dónde un buen día sonó tu móvil –por mor de esa feliz connivencia entre
páramo y cobertura- y una voz familiar te informó de que habías aprobado la
oposición a notarías; o de que habías sido padre de trillizos; o de que eran buenas las nuevas con respecto a aquella resonancia magnética cuyos resultados estabas
esperando con angustia.
La chopera de Valdegoba, aún en su anodina fase invernal, se
transforma en un polícromo paisaje apastelado cuando evocas ciertos recuerdos romántico-adolescentes, de cuando todavía manaba la fuente situada a los pies de la arboleda.
En otras ocasiones, puede ser la propia sonoridad del topónimo la que otorgue un halo especial al paraje en cuestión. Sutildarache es uno de los predios más insulsos del término de
Huérmeces, pero lo ves con otros ojos cuando imaginas qué arcanos
etimológicos habrán sido los causantes de otorgar al lugar ese nombre
casi indescifrable, y que ya aparece en documentos del siglo XI (Sotiello de Faraye).
Y la Historia también
cuenta, y mucho. Vemos a Vegas
Negras de otra manera desde que sabemos que sus oscuros limos ocultan toda una villa tardorromana. Cuando el pasado otoño pateaste esta arqueológica parcela, los antes despreciables pedazos de escombros variados se transformaron en tégulas, ímbrices, pondus, sigillatas y escorias de fundición; aguzaste la vista al máximo por si la suerte te deparase encontrar una desprendida tesela casi bimilenaria; te preguntaste si estarías ya sobre el oecus o aún no habrías salido del peristilo; también te preguntaste si algún día verían la luz cimientos y paredes, estancias y termas.
Aunque las vistas desde San Vicente siempre ofrezcan un buen
espectáculo, este adquiere otro matiz si sabes que estás pisando un antiguo
castro de la I Edad de
Hierro; castro al que quizás, mucho tiempo después, legiones romanas sometieran
a asedio. Castro que se reconvirtió en una humilde ermita en los primeros tiempos de la repoblación y hasta, como mínimo, finales del siglo XV o comienzos del XVI. Hoy en día, solo dos corrales sobreviven a la erosión de los vientos y de los tiempos. Y, al otro lado de la plataforma de San Vicente, los restos vandalizados de una base militar de vida mucho más efímera (1973-1999) que las del castro, ermita o corrales.
Al pasear por parajes tan comunes como San Miguel, La Nevera o La Horquilla, tampoco puedes soslayar la certeza de que estás pisando –literalmente- sendos camposantos, tumbas y lugares de enterramiento altomedieval. Y tampoco puedes evitar acordarte de Poltergeist: no, nunca te harías allí una casa, ni siquiera un merendero, ni de coña. Y menos aún cerca de La Nevera, necrópolis cuya condición se ve complementada por un relativamente reciente episodio de holocausto caprino.
Continuando por parajes con connotaciones necrológicas, en mitad del desolado Páramo de Burgos destaca un forestado túmulo, cuya mata de encinas sirve para remarcar que te encuentras ante una tumba colectiva, levantada hace 6000 años por unas gentes a las que quizás animó un doble propósito: honrar a sus muertos y marcar territorio con respecto a otros clanes.
Algo parecido sucede en el dolmen de La Mina,
en el vecino Ruyales del Páramo; destaca su desorientado
corredor, abierto al SW en lugar de al habitual SE (orientado a la salida del sol durante el solsticio de invierno), lo que deja abiertas muchas
cuestiones relativas a las circunstancias de las gentes que lo
levantaron: ¿querían hacerse notar, aún a costa de desafiar a toda una
tradición funeraria? ¿estamos en realidad ante un dolmen de corredor o se trata de otro tipo más simple de túmulo? Cuestiones estas secundarias, cuando lo realmente importante es constatar el enorme esfuerzo físico que tuvieron que realizar aquellas gentes para transportar y pinar estos grandes ortostatos, en este caso grandes lanchas de piedra caliza. Y este esfuerzo sobrehumano también nos sirve para hacernos una idea de la importancia que para aquellas gentes tenía el rito funerario, sus creencias en un más allá o en algo muy poderoso en todo caso. No sabemos si en cada panteón tumular se enterraban cadáveres completos o solo una parte (cráneos sobre todo), si se hacía con todos y cada uno de los miembros de un clan o solo con los notables, qué tipo de rituales precedían y seguían a la inhumación, etc.
Vista desde el camino de Castrillo,
impresiona la semi arruinada estampa del torreón de los Padilla; pero
mucho más impresionaría la imagen de dos torreones de parecida hechura, una especie
de torres gemelas, separadas por
apenas 200 metros;
imagen que podríamos contemplar si la torre de Santa Cristina hubiera resistido los embates del tiempo y de poderosos linajes.
Para la mayoría de vecinos y visitantes de Huérmeces, el denominado camino de La Blanca ha supuesto desde siempre una invitación a un agradable paseo. Poco cuesta imaginar lo que supondría el añadido de la existencia –casi al final del trayecto- de una pequeña iglesia románica: La Blanca o la desaparecida iglesia de Santa María del barrio de La Parte. La sola pervivencia de su redondeado ábside ya merecería una parada. Un asiento al abrigaño, una pequeña alfombra cespitosa alrededor, una fuente quizás, ... ¿qué más podría desear el común caminante? Bueno, sí, el asfaltado del recorrido. Eso por preguntar.
Valcavado, además de lugar de habitual peregrinaje en temporada de recogida de la
avellana, posee la innegable etiqueta de bonito paraje. Y por si lo anterior no
fuera suficiente, justo a la entrada del estrecho desfiladero que da acceso al
vallejo, existió un poblamiento altomedieval, hace tiempo desaparecido. Y aún
más, en sus laderas orientadas al sur, crecen varias especies herbáceas muy
valoradas por todo aficionado a la botánica que se precie y, en especial, la planta poseedora de la floración más llamativa de esta parte de Castilla: la humilde peonía o cornavario. En
Valcavado se conjugan pues, paraje, paisaje, Historia Humana e Historia Natural. ¿Hay
quien dé más?
También podemos jugar al paleopaisaje cuando, desde el mirador de Valdegoba, observamos las fértiles tierras de los Praos de Vega, atravesadas por un Úrbel ya casi maduro. Retrocediendo unos 70.000 años en el tiempo, vemos cómo han desaparecido carretera, caminos y sendas; cómo las tierras de cultivo se han transformado en un denso bosque de quejigo; cómo toda la ribera del Úrbel se ha convertido en un abigarrado bosque de galería, poblado de sauces, salgueras, álamos y alisos; cómo toda la meseta de San Vicente se ha cubierto de monte bajo de encina. También nos asombrará ver abundantes rebaños de rebecos, así como ejemplares solitarios de varias especies de cérvidos, pastando tranquilamente sobre las laderas herbosas de Itero; puede que lleguemos a ver, incluso, alguna acechante manada de lobos; y si aguantamos en el mirador el tiempo suficiente, incluso podremos oir el gruñido de un oso o el rugido de una pantera; sonidos ambos que nos indicarán que ha llegado el momento de abandonar apresuradamente el lugar. Una lástima, porque aún no habíamos sido capaces de descubrir a ejemplar alguno de Homo neanderthalensis, esos homínidos tan parecidos a nosotros.
En ocasiones, no hay que remontarse en el tiempo. Muchos paisajes actuales, fuertemente antropizados, adquieren una peculiar y efímera belleza en determinados momentos del ciclo vegetativo anual. Así sucede con este campo de girasoles, cuyas perfectas alineaciones sortean sin dificultad las ondulaciones del terreno, entre La Muñeca y La Jara, en la cuesta de Mansilla.
O parcelas que alternan cultivos de trigo y cebada, cuyos diferentes ciclos vegetativos originan remedos de tablero de ajedrez a gran escala, como sucede en Valdepino, el diapírico vallejo de Quintanilla Pedro Abarca. Abundan en la comarca estos paisajes agrarios estéticamente destacables, aunque muy dañados biológicamente.
Claro que también el viaje paisajístico puede hacerse hacia un futuro próximo, en un intento de imaginar un paisaje-ficción. Cuando sobre un paraje pesa una pena de próxima infraestructura, no podemos sino observarlo de una manera mucho más benevolente. Eso es justo lo que sucede con el valle de la Rueda, vía natural de comunicación entre Ubierna y Huérmeces. Si los planes de Fomento siguen adelante, dentro de unos años por aquí pasará la autovía A-73 (Burgos-Aguilar), en el tramo Quintanaortuño-Montorio. Seguramente, por este viejo camino anduvo muchas veces el capitán Alegría, personaje de ficción de "Los girasoles ciegos", cuando quería verse con Inés, su novia de Ubierna, antes de que la guerra del 36 los separara para siempre. Seguramente, nuestros próximos paseos por este lugar adquirirán la condición de "últimos": últimos sin pilares de hormigón, últimos sin pasos inferiores, últimos sin traqueteo de tableros, últimos sin ruido de rozamiento de neumáticos sobre asfalto...
La misma pena pesa sobre la humilde laguna de Valdevacas. Probablemente sobreviva al nuevo trazado de la autovía A-73, pero a costa de quedar reducida a una simple isleta, rodeada por la autovía por un lado y un nuevo vial de servicio por otro. Muy crudo lo tendrán sus anfibios moradores en sus excursiones terrestres.
Para hacernos una idea aproximada del impacto que las nuevas infraestructuras ocasionan sobre un paisaje destacable, no tenemos más que acercarnos a uno de los parajes antaño más apreciados como destino de excursiones estivales: el Nido del Buitre, ya en terrenos de Montorio. Desde los primeros años 90 del siglo pasado, el nuevo trazado de la N-627 (Burgos-Aguilar) tuvo a bien pasar justo al lado de la Covatona, por lo que el paraje perdió para siempre su halo misterioso y su silencio. Y aún los perderá más cuando sobre la carretera nacional vuelen los tableros de la nueva autovía y en su entorno se dibujen los amplios círculos que conformarán los proyectados viales de enlace entre autovía y carretera. La magia y encanto del Nido del Buitre habrán desaparecido, pero surgirá una nueva leyenda: "Huérmeces 7 km", tal y como rezará uno de esos enormes carteles informativos de letras blancas sobre fondo azul.
También podemos jugar al paleopaisaje cuando, desde el mirador de Valdegoba, observamos las fértiles tierras de los Praos de Vega, atravesadas por un Úrbel ya casi maduro. Retrocediendo unos 70.000 años en el tiempo, vemos cómo han desaparecido carretera, caminos y sendas; cómo las tierras de cultivo se han transformado en un denso bosque de quejigo; cómo toda la ribera del Úrbel se ha convertido en un abigarrado bosque de galería, poblado de sauces, salgueras, álamos y alisos; cómo toda la meseta de San Vicente se ha cubierto de monte bajo de encina. También nos asombrará ver abundantes rebaños de rebecos, así como ejemplares solitarios de varias especies de cérvidos, pastando tranquilamente sobre las laderas herbosas de Itero; puede que lleguemos a ver, incluso, alguna acechante manada de lobos; y si aguantamos en el mirador el tiempo suficiente, incluso podremos oir el gruñido de un oso o el rugido de una pantera; sonidos ambos que nos indicarán que ha llegado el momento de abandonar apresuradamente el lugar. Una lástima, porque aún no habíamos sido capaces de descubrir a ejemplar alguno de Homo neanderthalensis, esos homínidos tan parecidos a nosotros.
O parcelas que alternan cultivos de trigo y cebada, cuyos diferentes ciclos vegetativos originan remedos de tablero de ajedrez a gran escala, como sucede en Valdepino, el diapírico vallejo de Quintanilla Pedro Abarca. Abundan en la comarca estos paisajes agrarios estéticamente destacables, aunque muy dañados biológicamente.
Claro que también el viaje paisajístico puede hacerse hacia un futuro próximo, en un intento de imaginar un paisaje-ficción. Cuando sobre un paraje pesa una pena de próxima infraestructura, no podemos sino observarlo de una manera mucho más benevolente. Eso es justo lo que sucede con el valle de la Rueda, vía natural de comunicación entre Ubierna y Huérmeces. Si los planes de Fomento siguen adelante, dentro de unos años por aquí pasará la autovía A-73 (Burgos-Aguilar), en el tramo Quintanaortuño-Montorio. Seguramente, por este viejo camino anduvo muchas veces el capitán Alegría, personaje de ficción de "Los girasoles ciegos", cuando quería verse con Inés, su novia de Ubierna, antes de que la guerra del 36 los separara para siempre. Seguramente, nuestros próximos paseos por este lugar adquirirán la condición de "últimos": últimos sin pilares de hormigón, últimos sin pasos inferiores, últimos sin traqueteo de tableros, últimos sin ruido de rozamiento de neumáticos sobre asfalto...
La misma pena pesa sobre la humilde laguna de Valdevacas. Probablemente sobreviva al nuevo trazado de la autovía A-73, pero a costa de quedar reducida a una simple isleta, rodeada por la autovía por un lado y un nuevo vial de servicio por otro. Muy crudo lo tendrán sus anfibios moradores en sus excursiones terrestres.
Para hacernos una idea aproximada del impacto que las nuevas infraestructuras ocasionan sobre un paisaje destacable, no tenemos más que acercarnos a uno de los parajes antaño más apreciados como destino de excursiones estivales: el Nido del Buitre, ya en terrenos de Montorio. Desde los primeros años 90 del siglo pasado, el nuevo trazado de la N-627 (Burgos-Aguilar) tuvo a bien pasar justo al lado de la Covatona, por lo que el paraje perdió para siempre su halo misterioso y su silencio. Y aún los perderá más cuando sobre la carretera nacional vuelen los tableros de la nueva autovía y en su entorno se dibujen los amplios círculos que conformarán los proyectados viales de enlace entre autovía y carretera. La magia y encanto del Nido del Buitre habrán desaparecido, pero surgirá una nueva leyenda: "Huérmeces 7 km", tal y como rezará uno de esos enormes carteles informativos de letras blancas sobre fondo azul.
Otra combinación entre paisaje y crónica negra nos ofrece la Venta de Valtrasero, sita en Ruyales del Páramo. A finales del siglo XIX, la pareja de venteros que la regentaba resultó salvajemente asesinada, ocasionando el cierre definitivo del establecimiento. Esta ausencia añade mayor desolación a un paisaje ya de por sí suficientemente desolado.
De siempre, en casi todos los sitios, ha funcionado muy bien el binomio cueva-leyenda. Brujas, aquelarres, tesoros de los moros, serpientes gigantes, pasadizos inescrutables que comunicaban lejanas grutas entre sí, accesos secretos a viejas iglesias y ermitas, apariciones marianas, refugios de sanguinarios bandoleros ... todo cabe en una cueva. Hasta un pasado carlista.
Varios estratos históricos encontraremos en el viejo camino del Alto la Cruz: a una vieja calzada romana se le superpone otra medieval y sobre esta, a su vez, un camino real del siglo XVIII. Por una ladera casi absolutamente deforestada, árida y abierta a los vientos del NW, habrán pasado a lo largo de los tiempos miles de personas, descalzas o provistas de sandalias, alpargatas, recias botas militares o, últimamente, cómodo calzado deportivo. Y todas ellas habrán sudado o temblado de frío, maldiciendo una pendiente que parece que nunca va a acabar. ¿Cuantas gentes habrán girado más de una vez la cabeza, para echar una postrera mirada al cada vez más alejado caserío del pueblo, preguntándose cuando será el día en que vuelvan a dormir caliente o mullido?
Y ahí aguanta el Puente de Miguel, para que no olvidemos que no es lo mismo cruzar el Úrbel por un puente de hormigón años cincuenta que por todo un puente de piedra del siglo XVII o XVIII: el viejo puente del barrio de La Parte, obra de canteros cántabros, pagados con dineros castellanos.
Hasta el rebaño de ovejas percibe la histórica solera del puente, cruzándolo casi reverencialmente, de vuelta a casa, tras su pastoril jornada por terrenos del Páramo o Valdefrailes.
Aunque en Huérmeces, agua es sinónimo de Fuente la Hoz, el manantial por excelencia. Toda la amplia cuenca receptora de La Lastra resumida en un caudaloso caño de agua, para alegría de los berros que crecen a su vera. El Úrbel recibe aquí un importante aporte de agua, solo equiparable al que recibe aguas arriba, en las fuentes de Montorio.
Y si el agua, en forma de poza sobre el Úrbel, tiene adherida una leyenda, mejor que mejor. La umbrosa y escondida poza de Rogarcía tiene fama de ente tragalotodo; dicen que hace tiempo, mucho tiempo, la poza se tragó a una inocente pareja de bueyes que, con su carro repleto de mies, tuvo la desgracia de caerse en ella. También dicen que en noches de luna llena aún pueden verse brillar las astas de los desdichados bovinos... El lugar tiene su encanto, pero apostaría a que ningún conocedor de la leyenda osaría pegarse un baño en sus insondables profundidades. Para eso ya existen Cigatón y La Presa. O la piscina de Ubierna.
Ese mismo agua fue lo que condicionó la ubicación de la mayor parte de los poblados que por estos lares surgieron durante los tiempos repobladores de finales del siglo IX y comienzos del X. Lugares como Monasteruelo, bien enraizado al lado del arroyo homónimo, no muy lejos de la fuente también homónima. Sus raíces eran sin duda profundas, pero la parte aérea no sobrevivió al siglo XIX, y hoy solo quedan paredes engullidas por la vegetación y tierras planimetradas por la concentración. Este quizás sea uno de los parajes en los que más claramente trasciende su antrópico pasado. Vislumbrar en su ladera una aldea aún viva, oler el humo de sus chimeneas, oír el tañido de las campanas de su pequeña iglesia, escuchar a sus gentes llamar a las bestias dispersas por el monte cercano, a sus niños gritar durante una tarde sin escuela...todo esto es posible si sabes elegir bien el día y la hora en que sentarte pacientemente en la cornisa de la ladera del Páramo que cae sobre el vallejo...
Dicen que en alguna que otra noche de San Juan (patrón de Huérmeces y Monasteruelo) aún pueden verse decimonónicos ediles y clérigos de Ros y de Huérmeces quitando y poniendo mojones en el límite entre los dos pueblos, en un vano intento por hacerse con los dominios del despoblado, sus almas y sus campanas. Desconocedores, quizás, de que el Pleito de Monasteruelo finalizó hace mucho tiempo y lo resolvió la Ley ... de la Gravedad: las aguas del arroyo siguen un curso descendente, hacia Ros.
Eso es lo que tienen los paisajes con Historia, o los parajes de leyenda, que son algo más que una postal más o menos bonita, y solo hace falta rascar un poco por la parte de atrás para que aparezca el premio.
NOTA:
La mayor parte de los parajes y paisajes que aparecen en esta entrada ya han sido tratados en este blog de manera más o menos extensa:
La base militar de San Vicente
Las ermitas de San Vicente y Santorcaz
Sutildarache
El castro de San Vicente
La ermita de Cuesta Castillo
La Nevera
Cuevas, dólmenes y un castro
El Torreón
La torre de Santa Cristina
La ermita de La Blanca
Arroyos y vallejos
La cueva de Valdegoba y los neandertales
El diapiro de Quintanilla Pedro Abarca
La autovía de Aguilar (A-73)
De Huérmeces a Ubierna
Los girasoles ciegos
El Nido del Buitre
La Peña Rallastra
La Venta de Valtrasero
Cuevas de Huérmeces
El Camino del Alto la Cruz
El Puente Miguel
Fuentes y abrevaderos
La poza de Rogarcía
Monasteruelo
El Pleito de Monasteruelo
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