Aquella mañana, Leonila tuvo
un mal presentimiento cuando un terrible trueno hizo temblar hasta el puchero
en el que se cocía a fuego lento la comida del día. En aquellos años se decía
que las tormentas matutinas eran las más peligrosas.
Eugenio, su padre, y José, su
hermano, habían madrugado con la idea de ir a recoger yeros a la finca de
Navas. Después de uncir los bueyes al carro, se habían dirigido hacia la
empinada cuesta del camino de Castrillo, sabiendo que les llevaría algo más de
una hora llegar hasta aquella hondonada húmeda y arcillosa en la que los yeros
se daban mejor que el trigo.
Ya a esa primera hora de la
mañana el cielo amenazaba tormenta. La noche había sido excesivamente calurosa
y a todos les había costado conciliar el sueño. Especialmente a Leonila, que se
encontraba en los últimos días de gestación del que sería su cuarto hijo, muy
deseado y con la esperanza de que fuera varón, después de que los tres primeros
fueran mujeres.
Su marido, Narciso, había
regresado de la guerra hacía poco más de un año, y a la alegría de haber
sobrevivido a la misma, se unía la ilusión de tener, por fin, un varón.
El abuelo Eugenio (c. 1940) |
Eugenio vivía con su mujer
Elisa, y su hijo José, soltero aún, en el barrio de Hondovilla. Sus otros cinco
hijos habían seguido caminos similares a los de la mayor parte de las familias
en aquellos duros años de la posguerra. Dos se habían hecho religiosos: la
mayor, Escolástica, y el pequeño, Julián. Las otras tres (Eladia, Lucía y
Leonila) se habían casado hacía tiempo.
Los peores presentimientos de
Leonila se cumplieron cuando, una hora después de aquel terrible trueno, vio
desde la ventana de su casa cómo su hermano José bajaba medio a rastras por la
cuesta que separaba el camino de Castrillo de la parte alta del pueblo. Un solo
pensamiento: “Mi padre, Dios Mio, mi padre”.
José había conseguido llegar, con
las piernas completamente insensibilizadas, a las primeras casas del pueblo, y
allí dio la terrible noticia: un rayo había alcanzado a los bueyes y el carro,
y su padre Eugenio, que iba delante, guiando los bueyes, yacía muerto en el
suelo.
Dicen que los bueyes atraen a
los rayos. Quizás eso fue lo que salvó a José, que aquella fatídica mañana iba
en la parte trasera del carro, con la perra.
En contra de los que suele
decirse de las personas alcanzadas por un rayo, el cuerpo de Eugenio no
presentaba grandes quemaduras, ni se encontraba tiznado de negro. Unicamente una
pequeña quemadura, eso si, a la altura del corazón. Así por lo menos lo
recuerda su nieta Constantina, 74 años después.
Leonila perdió el hijo tan
esperado. Faltaban dos semanas para el parto. Era un varón. Algo más de un año después pudo nacer, por fin, su primer chico (Jesús).
José se recuperó de sus heridas, por lo menos de las físicas. Se casó al año siguiente. Tuvo seis hijos.
José se recuperó de sus heridas, por lo menos de las físicas. Se casó al año siguiente. Tuvo seis hijos.
Regina, nieta de Eugenio, y la perra Lili (c. 1936) |
Lili, la perra, murió a los
pocos días, escondida y temblorosa, sin salir en ningún momento de debajo del
banco de la gloria en el que solía sentarse su amo, Eugenio.
Desde aquel día, casi dos
generaciones enteras de la familia han vivido con un temor más que comprensible
a los nublados. Parece ser que a la tercera generación, ya totalmente urbana,
no le ha alcanzado dicho temor.
En los tiempos previos a la despoblación, en España morían anualmente una media de 50 personas a consecuencia de impactos por rayo. Hoy en día, sin embargo, apenas se producen una o dos muertes al año. Entonces eran agricultores y pastores los colectivos con
más riesgo de ser alcanzados por un rayo. Actualmente, son los
excursionistas, aficionados a la pesca, bañistas, montañeros y ciclistas los
más expuestos. Y parece ser que si eres proclive a usar el móvil en espacios abiertos, aún
más.
Quizás esa aludida tercera
generación familiar, tan amante del deporte y los paseos al aire libre, debiera
seguir manteniendo algo de ese temor reverencial a los rayos y centellas.
Incluso aunque hayas nacido el día de Santa Bárbara, como es el caso de quien
esto escribe.
Eugenio Alonso Fernández, hijo de Julián y Gregoria, nació en Huérmeces en 1875 y murió, a consecuencia del impacto de un rayo, el 6 de julio de 1940; casado con Elisa Villalvilla Varona, tuvieron seis hijos: Escolástica, Eladia, Lucía, Leonila, José y Julián. Y 21 nietos y 37 bisnietos, que se desperdigaron por: Androy (Madagascar), Barcelona, Bilbao, Castro Urdiales, Colindres, Córdoba, Hessen (Alemania), Dublín (Irlanda), Irún, La Aguilera, La Coruña, La Rinconada, León, Linares, Madrid, Mallorca, Olmos de la Picaza, Piélagos, Sant Adrià de Besòs, Santo Domingo (República Dominicana), Sotresgudo, Tolosa, Torrelavega y Villadiego.
Eugenio ejerció de cartero de Huérmeces durante varios años; le sustituyó en el puesto Fidel Alonso.
Eugenio también fue alcalde de Huérmeces, entre 1923 y 1930.
Ironías del destino: hoy, 75 años después del fatal acontecimiento, y a apenas cien metros del lugar en el que se produjo la descarga, se yergue un moderno pararrayos, instalado en la cima de una altísima torre anemométrica, que presta sus servicios a los catorce molinos del Parque Eólico de "El Sombrío", todos ellos también dotados de su correspondiente pararrayos.