lunes, 26 de octubre de 2015

Todos los difuntos del cementerio de Huérmeces



Probablemente, en el cementerio (y zonas aledañas al mismo) de Huérmeces  yazcan unas cuatro mil quinientas almas. Dicho así, puede parecer un poco exagerado para un pequeño pueblo como el nuestro.

Tras un par de mañanas consultando Libros de Difuntos en el Archivo Diocesano de Burgos, ya no es tan difícil conjeturar un poco al respecto.




Los Libros de Difuntos de la parroquia de Huérmeces, en el período 1789-1915*, aportan los siguientes datos:




*La Ley de Protección de Datos de carácter personal (1999) no permite consultar datos relativos a los cien años anteriores al actual, aunque gran parte de estos figuren en las propias lápidas y cruces de los cementerios.


Durante estos 127 años analizados fallecieron un total de 1610 personas, lo que supone una media de entre 12 y 13 personas al año.

Hay que tener en cuenta que, en aquellos tiempos, casi la mitad de los fallecimientos corresponden a niños pequeños (párvulos, como aparecen registrados en los Libros de Difuntos) y recién nacidos. Los años con altas tasas de defunciones (más de 20 fallecimientos) suelen obedecer a altas tasas de mortalidad infantil, causadas por virulentos brotes de enfermedades infecto-contagiosas.




Parece claro que la actual iglesia neoclásica se levantó sobre otra de trazas góticas. No cabe suponer que ésta se levantara, a su vez, sobre los restos de una iglesia románica, dado que el emplazamiento no parece el más acorde con las costumbres de aquellos tiempos (siglos XI-XIII), en los que solían elegirse pequeñas elevaciones de terreno, alrededor del pueblo.




Pecando de conservadores, vamos a suponer que el actual emplazamiento del cementerio, adosado a la iglesia, no va más allá de principios del siglo XVI, con una antigüedad total de unos 500 años.

Vamos a suponer, también, que el tamaño y ubicación del cementerio no ha variado gran cosa durante este tiempo. En todo caso, puede que la extensión actual del recinto cercado (250 m2) se haya reducido y acotado de forma ostensible con el paso de los siglos y con el incremento de la reglamentación sanitaria al respecto (Real Cédula de Carlos III, 1787).

Sabemos también que durante siglos existió la costumbre de enterrar –sobre todo a los que podían pagar por ello- dentro de las iglesias. Es más que posible que durante mucho tiempo se enterrara también en todo el perímetro alrededor de la iglesia, sin excesiva limitación de espacio. De hecho, siempre que se ha excavado en los alrededores de la entrada principal han aparecido multitud de restos óseos, pertenecientes a antiguos enterramientos.





A falta de obtener datos más concretos en el Archivo Diocesano, cabe suponer que en el período 1515-1788 la población de Huérmeces sería mucho más baja que en el período analizado (1789-1915). Por tanto, aunque la mortalidad pudiera ser incluso más alta, no lo sería el número de fallecimientos anuales. Pensar en una cifra total de 2700 fallecidos durante ese período de 273 años no parece exagerado.

En años posteriores a 1915, los avances médicos, sanitarios y sociales hacen suponer un descenso de la mortalidad, lo que junto al incremento de la natalidad y la supervivencia de niños pequeños, hicieron que la población total aumentara considerablemente hasta los años de la Guerra Civil.





Cada familia suele guardar viejos recordatorios en los que quedan registrados fallecimientos de familiares, amigos y vecinos en aquellos años. En el cementerio también queda constancia pétrea de nombres, fechas y edades.

En la actualidad, resultan reconocibles unas 100 lápidas y cruces. La cruz más antigua data de 1910, y guarda memoria del fallecimiento de la madre de Eusebio Arroyo Dorao, cura párroco que prestó sus servicios en Huérmeces entre los años 1902 y 1926.

No es hasta los años sesenta del siglo veinte cuando cabe constatar una disminución drástica de los enterramientos en el cementerio de Huérmeces. La emigración se llevó a parte de los vivos y, sin vivos, no hay muertos. La mayor parte de los emigrados que fallecían lejos de Huérmeces fueron enterrados en sus lugares de destino.



lunes, 19 de octubre de 2015

Primera Comunión en Huérmeces, mayo de 1968



Aquel domingo de mayo se celebró en Huérmeces una de las últimas comuniones “comunitarias”: Jesús, José Luis, José Francisco y José Luis. Mayoría absoluta de Joses en los nombres de los chavales, como era usual en aquellos años.

En una de las fotos, don Emilio, el maestro, posa a la entrada de la iglesia con los cuatro primero-comulgantes.



En la otra, media generación masculina aparece detrás de uno de los celebrantes: José Enrique, Francisco, Salvador, Alfonso, César, Ramón, Sabino, Jacinto, Carlos y Raúl. Abunda el pantalón corto, habitual hasta que cumplías los catorce años.

Poco más de diez años más tarde, sólo uno de aquellos chavales continuaría viviendo en el pueblo.


Las calles antes de su encementado, el pilón de abajo, en un espacio al que se denominaba plaza, enmarcada por las casas de Julio, Bienvenido, Emilio, Benjamín, Daniel y Rodrigo, y vigilada por el ojo de buey de la casa del cura.

Casa que acababa de estrenar inquilino, ya que pocos meses antes había llegado un nuevo cura, don Santos, que sustituyó a otro de paso efímero, don Celestino.

Las celebraciones, sobra decirlo, tenían poco que ver con las que acontecen en nuestros días. Una comida en casa, y con invitados exclusivamente dentro del ámbito familiar más cercano: abuelos, padres, hermanos y, como mucho, los tíos y primos de Burgos. Y los regalos, los justos, en consonancia también con los tiempos que corrían.

viernes, 9 de octubre de 2015

El viejo desván



Si tuviera que suponer en qué lugar de la vieja casa del pueblo se esconde su “alma”, no tendría ninguna duda: en el viejo desván. Allí donde siempre van a parar todas las cosas que ya no se utilizan pero de las que nadie quiere desprenderse del todo porque, al fin y al cabo, son pedazos de nuestras vidas. Una especie de orfanato para trastos, cachivaches y recuerdos, eso, nada menos que eso, es el viejo desván.

De ese viejo desván han salido buena parte de las cosas que alimentan este blog: viejas fotografías, cartas del abuelo en tiempos de guerra, antiguos recibos de contribución, apergaminados documentos de finales del siglo XIX, ajados misales en los que alguien guardó recordatorios o estampas del tiempo de Juan XXIII, pequeñas cajas en las que algún niño escondió sus grandes secretos...



Libros de texto de asignaturas variopintas, viejas enciclopedias que ya nacieron obsoletas, interminables coleccionables nunca acabados, álbumes de cromos con algún espacio en blanco, manuales iniciáticos de informática, cursos de idiomas que para nada mejoraron nuestro paupérrimo inglés…

Azulejos pasados de moda, griferías obturadas, cribas remendadas, horcas, horquillas, dalles y palas con las que nuestros ancestros se deslomaron, cerraduras oxidadas imposibles ya de casar con una sola de las decenas de llaves de todas las formas y tamaños, casquillos de bombilla y transformadores de los tiempos del 125V…

Artesanas escaleras de mano reñidas con la línea recta, coloños repletos de fósiles imperfectos, resecos reteles inservibles para una familia en la que ya nadie pesca, puertas y portillas de maderas con solera pero imposibles de encajar en hueco alguno, viejos tablones medio carcomidos, arcones llenos de potes renegridos tras décadas de elaborar cocidos a fuego lento,…

Con los objetos de madera sientes periódicamente el instinto de utilizarlos para alimentar la gloria en un frío fin de semana de noviembre pero, cada vez que adivinan tus intenciones, estas viejas maderas parece que te miran con pena, como diciéndote: espera, aún no, aún puedo servirte para algo algún día.

Y esos antiguos juguetes que, inocentemente, pensábamos que quizás algún día sirvieran para el ocio de nuestros hijos y nietos, ajenos como éramos a la futura irrupción de la Play, la Nintendo o la Wii

Y ese mágico lugar del desván que –a pesar de un tejado minado de goteras- parecía vedado al óxido: el rincón de las bicicletas. Esa colección de bicis que casi sirven para resumir la vida de una persona: desde la más pequeña –con o sin ruedas auxiliares- en la que nos manteníamos en equilibrio inestable, pasando por la primera bici de carreras con la que subíamos por la Cuesta de Ruyales como si del mismísimo Tourmalet se tratara, y aquellas primeras bicis de montaña de últimos de los ochenta, ya demasiado pesadas y pasadas … casi como nosotros…

Ese grupo de bicis que, cubiertas por un enorme jergón blanco a modo de sudario, dejaban visibles únicamente la parte baja de sus más o menos desinfladas ruedas; ese rincón de las bicis que era de visita obligada cada vez que aterrizabas por la casa, aunque sólo fuera un fugaz fin de semana. El rito se repetía: levantabas levemente el jergón, observando durante apenas unos segundos a aquel rebaño metálico e inmóvil; a lo sumo acariciabas el manillar de una de ellas, volviendo a dejar caer el enorme trapo como si ya hubieras identificado a un viejo amigo en la morgue. Y antes de cerrar la puerta, aún una última mirada: hasta  el próximo verano, o quizás en navidades, no sé, adiós en todo caso.



El viejo desván también sirvió de habitación provisional para algún que otro nieto, en aquellos veranos de plena ocupación de la casa, en la que convivían hasta cuatro familias completas, en una especie de multipropiedad estival. En aquellos casos, algún familiar se apiadaba de ti y colgaba una vieja colcha debajo de las vigas, impidiendo que las arañas rapelaran libremente hacia la cama en la que dormía y soñaba su adolescente inquilino.

Parte de ese alma de la casa se evanesció hace quince años, cuando se reformó el tejado, sustituyendo sus retorcidas vigas por perfectos perfiles metálicos, sus entablados terrosos por bovedillas ultraligeras, sus herrumbrosas claraboyas por modernos Velux. Quedó un desván grande y diáfano, más luminoso y habitable … pero ya no era lo mismo. Continuó el ritual de la visita para comprobar que el óxido seguía respetando a las bicis y que la carcoma aún tenía alimento para décadas pero … ya era otra cosa.

Aún así, nadie pone en tela de juicio que incluso en este nuevo desván, menos añejo y con menor carga emocional, por mucho espacio que ocupen trastos y cachivaches, estos siempre tendrán un techo en que cobijarse. Nunca acabarán en el patio, a la intemperie, y menos aún en el vertedero.


Post especialmente dedicado a Carmelo y Berta, vecinos de Huérmeces que recientemente perdieron parte de ese viejo desván de recuerdos que todos tenemos.

 

BANDA SONORA:


Broken Bicycles-Junk, Anne Sofie von Otter & Elvis Costello (2001)

Broken Bicycles, Tom Waits (1982)

Junk, Paul McCartney (1970)

martes, 6 de octubre de 2015

Villalibado



Por caminos, tratando de evitar en lo posible carreteras, unos 25 km separan Huérmeces de Villalibado. Una distancia ideal para una pequeña excursión en bicicleta.

Podemos ascender al Páramo de Ruyales por Escaladilla y el Camino de Valdefrailes o, si tus piernas te lo permiten, por el más empinado Camino del Alto La Cruz.

Una vez en el Páramo, enlazamos con la abandonada carretera militar y luego con la pista que conduce al parque eólico de La Lastra. A la altura del quinto molino, un correoso camino desciende hacia Quintanilla Pedro Abarca.


Desde Quintanilla, por el Camino de la Ermita de Robledillo, alcanzamos las inmediaciones de Acedillo. Para dirigirnos a Bustillo, en el cruce situado en la zona baja de huertas tomamos el camino de la izquierda, y en los dos siguientes, el de la derecha. Tras unos 2’5 km desde Acedillo, y por una suave bajada, alcanzamos Bustillo.

Bustillo es un bonito pueblo, tranquilo y cuidado, con varias rutas senderistas en su entorno. El maná eólico también ha llegado aquí. Tras visitar el pueblo, salimos por la carretera que baja en dirección a Hormazuela; a unos 2 km, abandonamos la carretera por un marcado camino que, a la izquierda, se dirige a Las Hormazas.

Por este camino, que discurre paralelo al joven río Hormazuela, en unos 2 km alcanzamos la carretera de Las Hormazas. Puede merecer la  pena desviarnos apenas medio  kilómetro a la izquierda, para visitar la iglesia de Santiago, a la entrada del barrio de Borcos. Es una de las iglesias con más encanto de la comarca, enclavada en una campa verde y sombreada.



Volvemos al punto anterior y, siguiendo por la carretera, alcanzamos el Cruce de Las Hormazas y sus tres barrios.

Nosotros nos dirigimos hacia la derecha, en dirección al barrio de La Parte y su monumental iglesia de San Pelayo. Pero antes, quizás debiéramos visitar el barrio de Solano, con su también enorme iglesia de San Pedro y, en un alto, la ermita de la Virgen del Castillo.



A la salida de La Parte, al lado de un crucero, tomamos la carretera en dirección a Villaute. Poco después de 1 km de recorrido, a la izquierda, nos desviamos por el camino de Ampudia que, en unos 3 km, nos permite llegar a nuestro destino: Villalibado






Villalibado, desde lejos, no aparenta ser en absoluto lo que fue hasta hace poco más de 10 años: un pueblo abandonado, con la iglesia y gran parte de su caserío arruinados. Solo unas pocas casas continuaban en pie, utilizadas en verano como segunda residencia. Pero su suerte fue cambiando poco a poco, gracias al trabajo y perseverancia de varias personas cercanas al pueblo.




La iglesia de San Salvador, ligeramente elevada sobre el caserío, conserva abundantes restos románicos (cabecera, fachada N de la nave, parte del hastial W) datados a finales del XII o principios del XIII. El interior posee una interesante bóveda gótica. Su valioso retablo descansa en el Museo Diocesano de Burgos.


Parte de la torre y las bóvedas ya habían colapsado, por lo que en 2002 se acometió, en varias fases, la rehabilitación y consolidación del templo, incluida la limpieza y picado de las paredes interiores y la colocación de vidrieras modernistas en las ventanas.


Un viejo nogal (la nogala) fue durante mucho tiempo testigo de la ruina y abandono del pueblo. El árbol murió hace pocos años y este verano de 2015, ante el riesgo que suponía su imponente esqueleto, se decidió su tala. La iglesia y el palomar se quedaron algo más huérfanos. Y los aficionados a la fotografía perdieron un bonito encuadre.


Si los aires, plagas y enfermedades la respetan, quizás una joven encina, plantada hace poco en la terraza de la iglesia, tome algún día el relevo de la vieja nogala.




La suerte de Villalibado cambió definitivamente en 2006, con la llegada de Juan Ansótegui, que adquirió la propiedad de una manzana entera de edificios en ruinas (incluido El Torrejón) y comenzó un proyecto de rehabilitación con vistas al turismo rural.

El proyecto ha continuado con nuevas adquisiciones de terrenos y edificios en ruina. También se han realizado unos meritorios y atractivos trabajos de ajardinamiento, rehabilitación de lavaderos y restauración de la antigua escuela para centro social (2011).

El depósito de agua de Villadiego asoma por encima de la loma que separa Villalibado de la capital comarcal
La torre de la iglesia de Arenillas y, al fondo, la Peña Amaya

Arenillas de Villadiego, a sólo 800 metros de Villalibado

La Ulaña, con sus antenas, y el Portillo del Infierno

Puente de piedra, ya sólo peatonal, a la salida de Villalibado en dirección a Arenillas
Camino entre Villalibado y Villaute
 
Camino entre Villalibado y Villaute

Para regresar a Huérmeces podemos seguir otra ruta diferente a la de la ida. Desde Villalibado tomamos el camino que, paralelo a la carretera, se dirige a Villaute y Melgosa. Desde aquí, afrontamos el camino de 2’5 km que, tras ascender por la Cuesta Blanca, llega hasta Brullés.

Iglesia de Coculina

Coculina desde el Camino hacia el parque eólico
Aquí no hay otra alternativa que la flamante y poco transitada carretera BU-601 (Masa-Villadiego) que, en poco más de 3 km, nos lleva a Coculina.

Desde este cuidado pueblo, antaño principio y fin de ruta de coche de línea, tenemos dos alternativas para dirigirnos hacia Acedillo: la moderna pista del parque eólico que parte antes de entrar en el pueblo, por Fuentelcuervo y Las Vegas, o la solitaria carretera que parte del barrio de Arriba. En ambos casos hay que subir, y el recorrido no supera los 3 km.

Rebrote en rastrojera, Acedillo

Acedillo, otro pueblo que, como Villalibado, resurgió de sus cenizas

Desde Acedillo, y por el mismo camino de la ida, en unos 3 km alcanzamos la ermita de Robledillo y, en unos 10 km, por Quintanilla y Pantaleón, alcanzamos Huérmeces.

Villalibado, un pueblo al que quizás mató su excesiva proximidad al centro comarcal que era Villadiego en aquéllos años de la despoblación. Y resucitado, también quizás, por la necesidad de tranquilidad y silencio que el hombre moderno tiene.

La ya desaparecida nogala de Villalibado





En Villalibado nació, en 1921, Rosario Gutiérrez Varona, persona muy conocida en Huérmeces y alrededores, ya que regentó una cantina -en la que también se instaló el teléfono público- entre los años cuarenta y ochenta del siglo pasado. 


Para consultar precios, realizar reservas y leer un interesante blog, entrar en la web de turismo rural: conjunto de siete casas rurales:


Para leer noticia en Diario de Burgos de 25 de octubre de 2014:


Para leer artículo “Villalibado resucita con Las de Villadiego” en el Blog Memorias de Burgos, de Elías Rubio:


También de Elías Rubio, el libro de referencia: Burgos, Los Pueblos del silencio (2001)

Para saber algo más sobre la historia del pueblo y la reconstrucción de la iglesia:


Para leer on-line la interesante publicación “Villalibado: a la memoria de un pueblo”, de José Alonso Manjón: