lunes, 2 de junio de 2014

La Peña Rallastra, la peña de Paulino


No creo que sea el único en considerar que La Peña Rallastra es el hito montañoso más emblemático de Huérmeces. Aficionados a la escalada también tienen aprecio por este farallón calizo de algo más de cincuenta metros de caída libre. Para ellos es, simplemente, La Pared de Huérmeces. Los buitres leonados también la frecuentan, anidando en ella, ya que supone una atalaya perfecta desde la que despegar y pillar las corrientes térmicas que los eleven sobre el valle del Urbel.



Menos serán los que sepan, sin embargo, que la Peña esconde una triste historia. Y cuando un lugar, ya de por si admirable, tiene adherido un suceso trágico, entra en una categoría diferente; la Peña, entonces, se convierte en un paraje con historia, una historia que con el tiempo puede acabar por olvidarse, tergiversarse o convertirse en leyenda.



En los duros años de la interminable posguerra, el monte Rallastra era un lugar mucho más frecuentado que ahora. Cada vecino del pueblo poseía en los montes de Huérmeces varias suertes o derechos de corta, y el de Rallastra era uno de los mejores. Las necesidades de leña eran muy grandes, ya que el fuego de la cocina tenía que mantenerse encendido casi todo el día. El monte Rallastra disponía de varios caminos y trochas de saca, y no era tan complicado como ahora moverse por él.


  
Paulino vivía en Ruyales desde hacía algún tiempo. Aureliano, un vecino del pueblo, le había proporcionado un lugar en el que vivir. Después de haber trabajado durante años en La Granja de Espinosilla, y en alguna que otra casa de labradores de Huérmeces, se movía por la zona en busca de trabajo. Jornalero, criado o agostero, lo que entonces también se denominaba obrero ambulante. Procedía de Cieza, un municipio de la cercana Cantabria, o Santander como se decía entonces. No había tenido mucha suerte en la vida. Rondando la cincuentena, separado de su mujer y de su familia, recaló en la zona como podría haberlo hecho en cualquier otro sitio. Solía frecuentar alguna de las tres cantinas de Huérmeces, a veces en busca de trabajo, las más en busca de compañía con la que charlar un rato.

La mañana del viernes 7 de enero de 1955, muy temprano para ser un día de invierno, Paulino se levantó de la cama y escribió una breve nota, que guardó a continuación en el bolsillo de su gabán. Y se encaminó hacia el lugar que había atraído su atención algún tiempo atrás. Entre Ruyales y la Peña no habrá más de tres kilómetros de ligera subida, algo menos de una hora de camino. Un camino en el que aquel día dominaba el paisaje escarchado, típico de un enero castellano. Aulagas, gamones y todo tipo de resto vegetal cubierto de hielo, charcos que crujían al paso. Cuando llegó al amplio claro que en medio del monte hacía las veces de centro de saca, ya el tibio sol asomaba por encima de las encinas. De las múltiples trochas que partían del calvero, Paulino eligió la que se dirigía hacia el este, derecha a lo más alto de la Peña.




Nadie sabrá cuales fueron los últimos pensamientos de Paulino, podemos apenas imaginar cuales fueron los últimos fotogramas que desfilaron por sus ojos, antes de que su cuerpo impactara en la base de la Peña, no lejos del corral y molino allí existentes desde tiempos inmemoriales.


Al principio de esta primavera pretendí alcanzar el punto más alto de la Peña por el mismo camino que supuestamente recorrió Paulino. No fue posible. Las sendas que parten del calvero se hacen impenetrables al poco de iniciadas. Unas semanas más tarde, lo conseguí por su falda sur -un acceso más fácil hoy en día- cerca de dónde arranca el camino de Valdetope; escalón a escalón, poco a poco y con cuidado, por el escaso espacio libre que las encinas dejan en la cornisa, alcancé por fin el lugar, a poco más de 1000 m de altitud, algo por debajo del cercano San Vicente.

Las vistas que desde allí se te ofrecen hacen olvidar enseguida el esfuerzo de la subida. La peña de Itero enfrente, enmarcada por los vallejos de Buzón y Valdegoba, el vuelo cercano de algún buitre, el Urbel serpenteando hacia el sur por el desfiladero, buscando la amplia vega...


 

Paulino, fueras quien fueras, tuvieras los problemas que tuvieras, a dónde quiera que fueras, elegiste este lugar, en este pueblo, mi pueblo, para tu último viaje, y es de justicia que tu nombre no caiga en el olvido.







NOTA:

Aunque el desgraciado suceso tuvo lugar el viernes día 7 de enero de 1955, la noticia apareció recogida en el Diario de Burgos cuatro días más tarde, el martes día 11. En el texto aparecen erróneamente consignados tanto el nombre del paraje en el que ocurrió el suceso ("Peñalastra" en lugar de Peña Rallastra) como el nombre del pueblo originario de Paulino ("Ceza" en lugar de Cieza).

Probablemente, fue algún miembro de la familia de Aquileo, el molinero de Alba, el primero en darse cuenta de lo sucedido. Otras versiones (quizás exageradas) hablan de que fue un viandante que transitaba por la carretera el que encontró en la calzada una de las botas que calzaba Paulino.

El cuerpo fue encontrado ya por la tarde del día 7; los médicos certificaron que la muerte se había producido ese mismo día; Paulino tenía una edad de 48 años.




RECORTE DE PRENSA: 


Diario de Burgos, 11 de enero de 1955


EPÍLOGO:

En febrero de 2019 logré contactar con algunos familiares de Paulino, en Villasuso de Cieza (Cantabria). No conocían cual había sido el destino final de su tío-abuelo quien, a mediados de los años cincuenta, simplemente había dejado de aparecer periódicamente por el pueblo, como solía hacer todos los años.

En el verano de 2020 también logré contactar con uno de los nietos de Paulino, que tampoco conocía detalles acerca del destino final de su abuelo.

Espero y deseo que, aunque las noticias no resultaran muy agradables para estos familiares, el hecho de conocer la verdad acerca del final de Paulino compensara en parte el mal rato pasado. 


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