sábado, 27 de abril de 2019

Pedro Fernández Zorrilla, obispo que fue de Mondoñedo, Badajoz y Pamplona

En una tierra pródiga en curas, frailes, monjas, misioneros y misioneras, su hijo más famoso no podría sino pertenecer al gremio religioso. Don Pedro Fernández Zorrilla nació en Huérmeces hacia el 1577 y, a lo largo de sus sesenta años de vida, acusó, amenazó, criticó, desairó, discutió, encarceló, excomulgó, expulsó, humilló, polemizó y reprendió a todo bicho viviente que se le puso por medio.

El autor de su semblanza más completa, José Goñi Gaztambide, comienza así el largo texto (130 páginas) dedicado al obispo Zorrilla:

"Cuando los canónigos de Pamplona recibieron la noticia de la nominación de don Pedro Fernández Zorrilla, debieron de echarse a temblar. La cadena de conflictos tenidos en Mondoñedo y Badajoz habían saltado los límites de aquellas lejanas diócesis".

Y por si no había quedado lo suficientemente claro, a modo de resumen, añade:

"Don Pedro fue quizá el obispo más conflictivo que ha tenido jamás la sede de San Fermín. Se indispuso con el cabildo, el reino, el consejo real y el virrey, que lo desterró y multó."

Conviene puntualizar que la sede de Pamplona ha sido ocupada, a lo largo de sus 16 siglos de historia, por unos 120 obispos y arzobispos. Y tenía que ser el nuestro el que diera la nota. Y eso que su sucesor en la mitra navarra portaba un apellido que -justo tres siglos después- haría temblar a más de uno: Juan Queipo de Llano (1639-1647).

Para ser el "farol" más famoso, o el que más alto llegó, o el que más poder acumuló (por aquellos tiempos, un obispo mandaba mucho), no puede sino sorprender lo poco conocida que resulta su figura entre sus paisanos.


Una noble cuna para un futuro obispo


Se sabe que don Pedro nació en Huérmeces, aunque se desconoce el año exacto del evento. En alguna biografía se apunta hacia el año 1577 ya que, en un retrato conmemorativo, se le asigna la edad de 59 años, y cabe suponer que dicha edad correspondiera a la del año de su fallecimiento (1637) o poco antes del deceso.

Se supone que nació en la casa hoy anexa al Palacio de los Fernández-Zorrilla, en la que residían sus padres: Pedro Díez Fernández (natural de Huérmeces) y Francisca Zorrilla de San Martín (natural de San Martín, aldea sita en el cántabro Valle de Soba).

Sus abuelos maternos fueron Pedro Zorrilla e Inés de Saravia; Pedro Zorrilla era hermano de Juan Zorrilla de San Martín "el viejo", señor de las casas de San Martín y La Gándara, en el aludido valle de Soba.

Sus abuelos paternos fueron Diego Díez Zorrilla y Teresa Fernández. El primero procedente de las tierras de Tudanca, aunque afincado en Ruyales del Páramo. La segunda, natural de Huérmeces. 


Suponemos que don Pedro pronto destacaría por sus amplias capacidades o claras inclinaciones intelectuales, ya que acabó por doctorarse en Derecho Canónico en la Universidad de Salamanca. A partir de entonces, con un título en la mano y una noble y adinerada familia detrás, nuestro paisano comenzó una meteórica ascensión a las esferas de poder de la época. Y eso implicaba, trasladarse a la capital del reino.





Haciendo carrera en la Villa y Corte




El duque de Lerma le encomendó nada menos que la tarea de maestro para su hijo Cristóbal Gómez de Sandoval, que con el tiempo sucedería a su padre como valido de Felipe III.

Una vez incrustado en los resortes de poder, no le resultó difícil llegar a ser capellán del rey Felipe III y racionero de la iglesia de Córdoba.

Dicen las malas lenguas que el rey, quizás para quitárselo de encima, presentó a don Pedro para el obispado de Jaca en 1615. Sin embargo, y a pesar de ser consagrado, no llegó a ocupar la sede, ya que durante el proceso fue promovido a la sede episcopal de Mondoñedo (marzo de 1616), que debía ser más del agrado de don Pedro.





Obispo de Mondoñedo (1616-1618)

Nuestro obispo celebró su primera misa en el templo catedralicio de Mondoñedo en agosto de 1616. Ese mismo día, visitó y se interesó por todas y cada una de las capillas y estancias del templo, por lo que parte del clero mindoniense ya se fue haciendo una idea de que su nuevo obispo no pasaría sin pena ni gloria por su diócesis. 




Si algo no se le puede discutir al señor Fernández Zorrilla es su condición de viajero incansable: en menos de tres meses (septiembre-noviembre de 1616), recorrió la mayor parte del territorio del obispado, a un ritmo de hasta cuatro parroquias en un mismo día. La diócesis de Mondoñedo tenía entonces 406 parroquias.




Tras este frenesí viajero, algo cansado y abrumado, se volvió a volcar en su cargo al enterarse de que en Burgos se habían encontrado unas Sinodales, realizadas por un antecesor suyo, el obispo de Mondoñedo Isidro Caja de la Jara en 1586. Una vez en su poder, y después de realizar pequeñas modificaciones, convocó un sínodo general (mayo de 1617) para aprobar el texto de aquellas Sinodales perdidas y encontradas. Fueron impresas en Madrid en 1618, con el escudo de armas del obispo en la portada, y una vez los ejemplares llegaron a Mondoñedo, el obispo ordenó su adquisición a todas las iglesias de la diócesis.

En enero de 1618, don Pedro comunicó al cabildo su elección para la sede de Badajoz. Aún así, quiso cumplir con la obligación de la visita ad limina, aunque no lo hizo personalmente, sino por medio de un procurador, algo relativamente habitual en aquellos tiempos. La visita delegada a Roma la realizó Juan de Barreira el 10 de agosto de 1618, cuando don Pedro había sido ya trasladado a Badajoz.


Parece ser que tuvo algún roce con el cabildo catedralicio, por cuanto no quiso que hubiera sede vacante antes de su partida definitiva, lo que ocasionó retraso en la llegada del nuevo obispo. De todas formas, los dos años escasos que ocupó la sede mindoniense, no parece que fueran suficientes para que nuestro paisano hiciera excesivos enemigos.

Obispo de Badajoz (1618-1627)

El nuevo obispo hizo su gloriosa entrada en la ciudad el 7 de noviembre de 1618 y siete días después dirigió al cabildo una plática espiritual durante la cual, podría decirse, metió la pata: dijo que en Mondoñedo, el voto del prelado en materias de fábrica tenía tanto valor como el de todo el cabildo. Se le respondió que puede que en Mondoñedo fuera así, pero que en Badajoz, no. Don Pedro tomó nota.




No fue la única ocasión en la que el de Huérmeces quiso que su opinión prevaleciera por encima de todos, por lo que a los pocos meses de llegar, se fue entibiando el cariño con el que había sido recibido en tierras extremeñas. Polémicas absurdas acerca de protocolos a seguir en la procesión del Corpus de 1620, castigos desmedidos a clérigos poco dóciles o contestones, asperezas de trato con el cabildo en variadas situaciones, críticas públicas (y enviadas a Roma) acerca de las maneras de vestir o de hablar que tenían los canónigos, procedimientos peculiares para la elección de aquellos, etc.


Tan hartos del obispo comenzaba a estar el cabildo, que este despachó una embajada a Madrid para quejarse de Fernández-Zorrilla ante el rey y sus ministros. La queja quedó en nada, aunque sirvió para que, al menos durante una temporada, el obispo atemperara sus maneras.

En alguna ocasión, a punto estuvo de producirse una tragedia. En 1620, durante una visita a Zafra, el obispo se sentó en la silla que le correspondía al abad de la colegiata, lo que originó un motín y una herida sangrante en la dura cabeza de Fernández-Zorrilla. El cabildo mostró su pesar al obispo y su queja a Madrid.

Para entonces, algún fiel del obispo ya se había encargado de divulgar la leyenda de que todos los que perseguían y calumniaban a don Pedro acababan con muertes repentinas y desastrosas, por lo que más de uno (Diego Olmedo) se desdijo de memoriales enviados al rey en contra del obispo.

En enero de 1625, el rey Felipe IV, aconsejado por la cámara y para evitar males mayores en Badajoz, trasladó a don Pedro a la sede de Palencia, aunque Zorrilla rechazó aquella "merced tan grande que se le había sin merecerlo."

En realidad, la sede de Palencia era de menor categoría que la pacense, y Zorrilla defendió su negativa a aceptar el cargo aduciendo el mucho dinero que se había gastado en los pleitos con los sucesos de Zafra y otros que tenía abiertos.

El rey accedió a sus deseos y se reservó la ocasión para promoverle a otra sede de mayor categoría. Después de esto, a todo el mundo le quedó claro que el señor don Pedro Fernández-Zorrilla tenía algún poderoso valedor en la cámara o más arriba aún, capaz de defenderlo -si fuera preciso- incluso contra el mismo rey.

Y de esta manera, el 14 de enero de 1627, don Pedro fue presentado oficialmente para ocupar la sede de Pamplona. Y en la ciudad de San Fermín, a algunos les temblaron las piernas. Aún así, el cabildo se apresuró a hacerle llegar a Fernández-Zorrilla el parabién "desta buena suerte que habemos tenido".

Obispo de Pamplona (1627-1637)

El 6 de octubre de 1627, don Pedro Fernández-Zorrilla realizó su triunfal entrada en la ciudad de Pamplona. El cabildo, aún no repuesto del susto, acudió a recibirle a Cordovilla, a 3 kilómetros de la ciudad.




Con el obispo vino su confesor, el padre dominico fray Juan Fernández, personaje influyente durante todo el pontificado de Zorrilla, hasta el punto de ser el dueño y disponedor de todo lo que se hacía en el palacio episcopal, así como de la renta del obispo. Le llamaban despectivamente "el frailecillo" y era tan pelota que afirmaba que don Pedro era descendiente por vía paterna del mismísimo Cid Ruy Díaz y del Conde Fernán González.


En diciembre de 1627 ya se encontraba el obispo inmerso en sus agotadoras visitas pastorales por todo lo largo y ancho de la diócesis. Durante estas visitas, don Pedro llevó a cabo una gran labor depuradora del mobiliario litúrgico, ordenando el entierro de multitud de imágenes de santos, con el pretexto de que estaban viejas. Suponemos que más de una figura con gran valor artístico pereció en este pequeño holocausto imaginero navarro. Se mostró duro con los curas ignorantes, "combatiendo el idiotismo" y esforzándose por desterrar la ignorancia religiosa de los seglares. Criticó, incluso, el puntual desconocimiento que de la doctrina cristiana en vascuence tenían algunos curas.

Parece ser que estas visitas pastorales de don Pedro fueron muy criticadas por sus coetáneos, debido a que adoptaba posturas de castigo y se aprovechaba para recaudar derechos de visita y multas, lo que acabó por ocasionar la ruina económica de alguna iglesia.

Al ser nombrado virrey en funciones, primero en octubre de 1628 y después en julio de 1630, tuvo que interrumpir su pastoral frenesí viajero y hubo de delegar la tarea en manos de visitadores. También solventó la visita ad limina por medio de un procurador, tal y como había hecho cuando ocupó la mitra pacense. 

Durante su segundo mandato como virrey interino, se empeñó en celebrar cortes, a pesar de que ya se sabía que el nuevo virrey sería Luis Bravo de Acuña. La Diputación tuvo que escribir al rey Felipe IV para que este ordenase a Zorrilla que suspendiera la convocatoria.

No le sentó nada bien a don Pedro no salirse con la suya, y realizó una de sus muchas espantadas, abandonando Pamplona justo en unas fechas en las que las enfermedades y la hambruna hicieron mella en la población. Tal actuación decepcionó profundamente al ayuntamiento, al reino, al clero y al cabildo. Y a su feligresía.

Fernández Zorrilla también realizó una profunda labor depuradora de la curia diocesana, alcanzando incluso a los tribunales eclesiásticos. Tampoco el cabildo se libró de sus arremetidas, vejando y amonestando a sus miembros por su condición de exentos de la justicia ordinaria.

Con todo, fue durante la segunda mitad de su mandato en Pamplona cuando estallaron, uno tras otro, todos los escándalos que marcaron su obispado. Entre los años 1634 y 1637, don Pedro se vio inmerso en una vorágine conflictiva que removió todos los estamentos del reino de Navarra, salpicando también a la villa y corte y a la Santa Sede.

Firma de Pedro Fernández Zorrilla, Obispo de Pamplona
Entre todas las polémicas e incidentes que se dieron entre obispo, cabildo, clero y virrey durante los diez años de mandato de don Pedro en Pamplona, merecen destacarse tres: el desastroso Sínodo Diocesano de Puente la Reina (1634) y dos incidentes protocolarios pero que acabaron de mala manera: el relativo a la silla que el vicario general debía ocupar durante las visitas al coro de la catedral (1635) y el relativo a la prioridad de incensado entre obispo y virrey en la víspera del Corpus (1636). Estos sucesos implicaron a todos los estamentos eclesiásticos y civiles del Reino, a la Santa Sede, al tribunal de la Rota, al rey Felipe IV y a su valido, el conde-duque de Olivares. Y sus heridas nunca cicatrizaron, con excomuniones, encarcelamientos, multas y destierros de por medio.

El desastroso Sínodo Diocesano de Puente la Reina (mayo-julio, 1634):


Hacía ya más de 40 años que no se celebraba en Pamplona el preceptivo Sínodo anual diocesano, por lo que las cortes navarras, en sesión celebrada el 12 de julio de 1632, acordaron por unanimidad instar al cabildo y clero para que pidieran al obispo la pronta celebración del aquel.

Aunque al principio pareció que don Pedro asentía plenamente por la pronta convocatoria del sínodo, más tarde comenzó a alegar problemas de salud para dilatar aquella, para acabar por utilizar esos supuestos o ciertos achaques ("los puertos y lugares húmedos me han vuelto a apretar") como coartada para convocar la celebración del sínodo en Puente la Reina.





La triste realidad era que el obispo no quería ni aparecer por la iglesia principal de Pamplona, por la gran aversión que sentía hacia el cabildo catedralicio. A pesar de los intentos de éste por mover el lugar de celebración de Puente la Reina a Pamplona, don Pedro, una vez más, se salió con la suya. Y así, la convocatoria fijó para el 7 de mayo de 1634 la celebración del Sínodo en Puente la Reina. Y como era de esperar, la asamblea diocesana resultó un desastre.




Fueron tantas y tales las novedades propuestas por el clero y por el obispo que resultó imposible acordar ninguna, con el clero realizando continuos amagos de apelaciones a la Rota y el obispo amenazando y prohibiendo las reuniones de los apoderados de la clerecía. Los canónigos se retiraron a los once días de iniciado el sínodo y ya no fue posible hacerles volver, con la excusa de "falta de personal para el servicio del culto divino".



El sínodo se clausuró el 24 de julio de 1634, sin acordar nada de importancia, aunque iniciándose costosos pleitos, y ordenando el obispo el encarcelamiento de todos los que asistieron al sínodo y le llevaron la contraria. Aunque esto último acabó por solucionarlo el tribunal de la Rota, el recuerdo de los tristes acontecimientos del sínodo de Puente la Reina pesó tanto en la memoria clerical de Navarra que ya no se intentó convocar uno nuevo hasta el año 1815, casi dos siglos después.


El incidente del coro y la silla del vicario general (marzo 1635 - febrero 1636):



Si la del Sínodo abortado de 1634 fue una de las polémicas más contumaces y estériles de su mandato, el asunto de la silla del vicario general, fraguado un año después, ya roza el esperpento. Para aquel entonces, las relaciones entre el cabildo, el clero, el reino y la ciudad de Pamplona, por un lado, y el obispo y sus adláteres, por otro, estaban ya totalmente emponzoñadas, y tal es así que los primeros enviaron a Madrid a un diputado y un prebendado para dar cuenta directa al rey de todas sus quejas con relación al obispo. Tanto en el memorial entregado al monarca, como en las conversaciones privadas con el mismo, parece ser que los enviados manifestaron, sin ambages, cosas tales como:

"el aborrecimiento que todos le tienen es tan grande ... la aspereza de su trato, agravios y vejaciones ... el obispo está totalmente fracasado ... hay que obligarle a que renuncie al obispado. Este reino, el cabildo y el clero así lo esperan del rey."   



Enterado don Pedro del contenido del memorial, no tardó mucho en ejecutar su venganza, utilizando como brazo armado la figura de su vicario general, Miguel Pérez de Anguix: el 4 de marzo de 1635, estando los canónigos en el coro, cantando sexta y nona para salir en procesión por la iglesia y el claustro, con gran afluencia de público, llegaron el obispo y su séquito, con ganas de pelea.


El vicario general, dirigiéndose al enfermero, le dijo en voz alta que se levantase de su silla y que se la dejara a él, so pena de excomunión mayor y otras penas pecuniarias, porque a él le pertenecía dicha silla según derecho canónigo.

Como ni el enfermero se levantaba de su silla ni el cabildo hacía nada por ordenárselo, el obispo intervino y excomulgó primero a todo el cabildo, luego solo al enfermero y al prior. Y para dejar aún más clara su autoridad ordenó que se suspendiera la misa, el sermón y la procesión. Y todo esto con la iglesia llena de fieles.

Los canónigos pidieron protección al virrey, y solicitaron al nuncio en Madrid que levantara su excomunión, cosa que obtuvieron con la ayuda de 27 ducados de plata. El obispo contratacó escribiendo al rey y al conde-duque de Olivares. El cabildo dirigió un memorial al rey echando la culpa de todo al obispo, a su vicario general y a sus ministros: "no cabe esperanza de mejora, no ven otra solución que su alejamiento de esta diócesis."

El cabildo también acudió al juez (prior) de Borja, quien despachó una inhibición contra el obispo de Pamplona, imponiéndole una pena de 8.000 ducados; también declaró al vicario general incurso en excomunión y pena de 1.000 ducados.

Días después, el nuncio despachó inhibición contra el prior de Borja y anuló su sentencia. El cabildo apeló a la Rota, y esta justificó el derecho del cabildo a sentar a los suyos en las sillas, debiendo conformarse el vicario con la que le indicasen.

Mientras tanto, Felipe IV encargó a su virrey en Navarra que riñera al cabildo por haberle perdido el debido respeto al obispo, y que procuraran excusarse con el prelado por su necio comportamiento.


El cabildo, lejos de entibiarse, atacó de nuevo al obispo y puso en evidencia la ignorancia del rey acerca de las relaciones entre un obispo y un cabildo regular exento. Y volvieron los viajes de personas y papeles a la Corte de Madrid y a Roma, hasta que por fin, en febrero de 1636, casi un año después del ridículo suceso desencadenante de esta crisis, el nuncio aprobó una concordia que solucionaba el pleito civil: que al vicario general se le diese la silla del enfermero o la del tesorero, a voluntad del cabildo; y para el vicario general presente, Miguel Pérez de Anguix, la del enfermero, mientras dure su mandato.


El obispo volvió a Pamplona el 16 de abril, sin avisar de antemano al cabildo, y recibió con sequedad a los capitulares que salieron a recibirle: "este demonio de hombre, si no es por muerte o promoción, no se ha de aquietar".


Tras la leve visita a Pamplona, el obispo se recluyó en su residencia de Olazchipi, sin dar muestra alguna de olvido ni perdón. Y no pasó ni siquiera un mes antes de que chocara con un nuevo estamento: esta vez le tocó al virrey.

El incidente del no incensado del virrey (mayo-agosto, 1636):

La víspera del Corpus, 21 de mayo de 1636, concurrían en la catedral de Pamplona el virrey de Navarra (el marqués de Valparaíso), su Consejo, el obispo Zorrilla y el cabildo catedralicio. Al Magnificat, el obispo incensó el altar, se sentó en su trono y le incensaron; a continuación, ordenó al arcediano de la cámara que procediera a incensar al virrey, a lo que aquel respondió que ya era tarde para ello. La afrenta estaba consumada. Al acabar la ceremonia, el virrey se quejó de que había sido despojado de su prerrogativa de ser incensado antes que el obispo; parece ser que esto de que te ahumasen antes o después que a otro, en aquellos tiempos, debía de ser asunto grave, muy grave.



A los pocos días, el virrey multó al obispo, por haber ofendido gravemente su dignidad real, y así se lo hizo llegar a su residencia de Olazchipi. No era don Pedro persona que aceptara de buen grado sanciones económicas, así que a la multa del virrey respondió con su excomunión, junto con la del regente, dos miembros del consejo y dos alcaldes. Don Pedro, dando por sentado que la cosa no se quedaría ahí, y que sería expulsado del reino, partió hacia Aragón, dentro de su diócesis. 

Mientras tanto, una vez más, el incidente del incensado originó un largo contencioso en el que tuvieron que intervenir todas las instancias posibles, y hasta la Santa Inquisición. Parece ser que el nuncio intervino en favor del obispo, pero el virrey no obedeció lo dictaminado por Roma, y así le tuvieron que silbar de nuevo los oídos a don Pedro:

"que es un loco y que en todas partes donde ha estado ha hecho de las suyas; dicen que le retirarán y le quitarán el cargo, a pesar de que el conde-duque le quiere bien."

Conviene aclarar que en aquellos tiempos eran relativamente frecuentes los conflictos entre obispos y virreyes. Aquellos mandaban mucho, y estos querían mandar más. Y también conviene aclarar que el virrey de Navarra, el marqués de Valparaíso, tampoco era un ejemplo de persona sensata y humilde. Se cruzaron dos fuerzas de la naturaleza humana, tirando a vehementes ambas.

El caso es que don Pedro, entre visitas pastorales, enfados, destierros, espantadas, pleitos, viajes a Madrid, visitas puntuales a Huérmeces y demás, fue un obispo que residió muy poco tiempo en la ciudad de Pamplona. Y, en teoría, un obispo debe de estar al lado de sus parroquianos, mostrándoles consuelo, comprensión y alivio espiritual.




Destierro a Aragón y vuelta a Navarra (junio 1636 - agosto 1637):

El obispo residió en Sos desde primeros de junio a últimos de agosto del año 1636. Después, recorrió la Valdosella en visita pastoral, realizando incluso un viaje a la ciudad de Zaragoza, para intentar solventar otro de sus innumerables pleitos. A últimos de año se encontraba en la villa de Uncastillo, desde la que nombró un visitador para que le hiciera la visita anual al clero de Guipúzcoa, y le encargó a su mayordomo que tomara cuentas del gasto de su casa durante la segunda mitad del año.

En algún momento de la primera mitad del año 1637, una vez pasada la resaca del incidente del no incensado del virrey, don Pedro volvió a Navarra, pero sin restituirse en ningún momento a su iglesia catedral en Pamplona. Se dirigió a Estella, donde se alojó en la casa del vicario del convento de monjas de San Benito


Una muerte, varias sepulturas y un expolio total (1637-1640)


Y fue allí, en el monasterio estellés de San Benito donde, quizás fatigado por los disgustos, don Pedro falleció en la noche del 11 de agosto de 1637. Fue enterrado (depositado) en la capilla mayor del monasterio, en la parte del Evangelio, con deseo expreso de que sus restos mortales fuesen trasladados a su capilla en la parroquia de Huermeces.

Estella
Aquí los biógrafos no se ponen de acuerdo. En 1760, casi un siglo después de la muerte de don Pedro, Fermín de Lubián y Sos afirma que el obispo sigue enterrado en el monasterio de San Benito y que aún no se ha ejecutado  su voluntad de traslado a su pueblo natal, y que cree que "permanecerá allí hasta la universal resurrección".


Monasterio de San Benito (Estella) antes de su rehabilitación

Por otra parte, los Condes de Escalante (cesionarios de los derechos de los bienes del difunto don Pedro) aseguraron en su día que, aunque inicialmente el cuerpo del obispo fue depositado en la capilla mayor del monasterio de San Benito -a la espera de su traslado a Huérmeces- aquel olía tanto y tan mal (corría el mes de agosto de 1637, pleno verano pues) que las monjas tuvieron que enterrarlo en el cementerio del convento.


En otro documento anónimo existente en la catedral de Pamplona se afirma que los restos de don Pedro "yacen en su patria Guermes [sic] en la iglesia donde recibió el bautismo, donde dejó fundadas algunas capellanías".



José Goñi Gaztambide, el prolífico biógrafo de los obispos de Pamplona, no debía de tener muy claro el asunto de la sepultura definitiva de don Pedro, y por eso escribió al párroco de Huérmeces cuando, a mitad de los años 80 del siglo XX, se encontraba ultimando la semblanza de Fernández Zorrilla. En la misiva, preguntaba al párroco si era cierto que los restos de don Pedro se encontraban en la iglesia parroquial de Huérmeces. Aclara Goñi Gaztambide que no recibió contestación alguna por parte del sacerdote. También cabe aclarar que el párroco de entonces era Santos Cidad Muñoz.






Seguramente, Goñi Gaztambide desconocía que el sepulcro de don Pedro se encuentra en la capilla de su palacio de Huérmeces, y no en la iglesia parroquial del pueblo.

El exterior de la capilla del palacio de los Fernández Zorrilla no destaca apenas; de trazos rectilíneos y simples, con escasos vanos y carente de ornato alguno, está levantada en buena sillería.


Aspecto actual de la capilla del palacio de los Fernández Zorrilla en Huermeces; el sepulcro del obispo es el situado en el lado del Evangelio (a la izquierda) Fotografía descargada de la página web www.airbnb.com


Más interesante resulta el interior de la misma, formado por una sola nave abovedada, con dos nichos sepulcrales a ambos lados; cada nicho consta de dos columnas, arco de medio punto, capiteles y cornisa; el sepulcro del obispo se localiza en el nicho situado al lado del Evangelio; en el lado de la Epístola se ubica el sepulcro de la familia cercana del obispo: su hermano Juan, su mujer Ángela, y el hijo de ambos, Pedro.

Según Francisco Oñate, el sepulcro del obispo está vacío y con indicios de haber servido de troje en tiempos pasados. Suponemos que fueron los años de la francesada los que arrasaron no solo con los bienes muebles religiosos de la capilla (ver El saqueo de Huérmeces y El manuscrito de Montserrat) que también con los sacros huesos del obispo y sus familiares. En la lápida funeraria del obispo puede leerse (grafías actualizadas) lo siguiente:
  
"Aquí yace el muy ilustrísimo y reverendísimo señor don Pedro Fernández Zorrilla, capellán de su majestad Rey Felipe Tercero, obispo que fue de Jaca [sic] Mondoñedo, Badajoz y después obispo de Pamplona, y su virrey y capitán general del Reino de Navarra y sus fronteras. Murió en la ciudad de Estella de dicho reino a once de agosto de 1637, reinando Felipe Cuarto. Fue trasladado a esta su capilla en el año de 1640, a 20 de abril, donde dejó fundadas muchas obras pías, lo cual parecerá por su patronazgo todo hecho a sus expensas a gloria y honra de Dios Nuestro Señor. Requiescat in pace."


En el inédito Catálogo de Sentenach (1924) se hace referencia a que, en el fondo de la hornacina sepulcral, se encontraba colocado un retrato al óleo, de cuerpo entero, del obispo Zorrilla a la edad de 59 años, firmado por Andrés López. Desconocemos el destino final de este retrato y de otros que permanecían en la capilla en los primeros años 20 del siglo XX; quizás también pasaron a formar parte del fondo Monsalud, junto con otros artículos y documentos. El caso es que nos hemos quedado sin la morbosa posibilidad de comprobar si es cierto el dicho aquel de que la cara suele ser el espejo del alma.

A finales del siglo XIX o principios del XX tanto el Palacio como su Capilla habían sido vendidos por sus últimos dueños (quizás aún los marqueses de Fuente Pelayo, quizás las familias Arquiaga, Jalón o Arteche, terratenientes con numerosas propiedades inmobiliarias en la zona) a sendos labradores del pueblo, que los utilizaron, respectivamente, como vivienda y almacén.

Diario de Burgos, 17 de noviembre de 1950
[El Palacio fue adquirido, a finales del siglo XIX, por Marcelino García González (Huérmeces, 1841), para su uso como vivienda; tanto su hijo Íñigo (Huérmeces, 1872) como su nieto Jaime (Huérmeces, 1908) continuaron residiendo en el Palacio hasta mediados del siglo XX; por su parte, la Capilla fue adquirida en 1905 por Dionisio García Ubierna (Huérmeces, 1865) a la familia Casado, para un uso como almacén y cochera; uso que continuó durante buena parte del siglo XX, Bienvenido (Huérmeces, 1900), hasta que Palacio y Capilla fueron adquiridos por nuevas manos ya en la década de los ochenta]

En los años cincuenta del siglo XX, la Capilla también fue también esporádicamente utilizada como salón de cine por parte de los pequeños exhibidores ambulantes que viajaban por la España rural de aquella época anterior a la llegada de la televisión. El proyector se colocaba en uno de los huecos que comunicaban la capilla con el palacio. Damos por supuesto que, ya por entonces, los huesos de don Pedro no se encontraban en su pétreo sepulcro, lo que le ahorraría más de un disgusto a su colérica alma.

Cuentan anónimas -y seguramente interesadas- fuentes que, a los pocos días de conocerse su muerte, en Pamplona se corrió el rumor de que el obispo Zorrilla se había aparecido al regente del Consejo Real de Navarra, don Álvaro de Oca, principal responsable de la multa y destierro del obispo.




Escudo de armas de los Fernández Zorrilla en su palacio de Huermeces; cuartel 1º armas de Fernández (un árbol, siniestrado de una flor de lis, con un lobo pasante a su tronco); cuartel 2º armas de Zorrilla (partido, 1º de oro y una encina con dos lobos empinados al tronco, atados por el cuello con una cuerda de gules; 2º de azur, con un castillo de plata); 3º tres bandas; 4º trece bezantes o quizás roeles; a ambos lados del casco, una orla en la que aparece el lema "velar se debe la vida de tal suerte que viva quede en la muerte"; dos gráciles grullas, con una pata levantada portando una piedra, completan la hermosa composición


El expolio o espolio:
 
Don Pedro era considerado como uno de los obispos más adinerados de España, pero al morir poco es lo que pudo encontrarse. En el inventario que de sus bienes se hizo en 1616 (antes de llegar a Mondoñedo) consta que tenía 500 libros valorados en 5.500 reales, y bienes por un valor total de 188.334 reales.

A su muerte, se hizo inventario de los bienes que el difunto tenía, tanto en su casa de Pamplona como en su residencia de Olazchipi. En esta última se encontró poca cosa, y en la primera únicamente una librería. Se registró el aposento de su confesor (el dominico fray Juan Fernández) y se encontró, escondido entre ropa vieja, un valioso cáliz grande de plata guarnecido y labrado; parece ser que el "frailecillo" había decidido cobrarse de propia mano todo lo que -según él- le adeudaba el obispo. 

Entre los bienes pertenecientes al pontifical (independientes del espolio) figuraban: un pectoral con 28 clavetes de oro; dos sortijas de oro, una de ellas con una esmeralda y la otra con cuatro rubíes; y otro pectoral de oro con ocho esmeraldas, esmaltado por la parte de atrás.

La cámara apostólica, que se consideraba dueña de los bienes del difunto, cedió sus derechos (por 6000 ducados) a María Zorrilla Arce y Manrique, condesa de Escalante. Cuando el juez apostólico, Pedro de Sarabia, ordenó proceder contra todo aquel que tuviera bienes del obispo, ya era demasiado tarde, criados y allegados del obispo desvalijaron todas las casas del obispo, cobrándose lo que les debieran y lo que dejaran de ganar por la muerte de su patrón. Hasta su última residencia en Estella resultó desvalijada. Las monjas del convento de San Benito reclamaron sus gastos de hospedaje y sepultura.

El hermano del obispo, Juan Fernández Zorrilla, que residía en Huérmeces y dirigía las obras del palacio y capilla que Pedro le había encargado, no estuvo nada de acuerdo con lo decretado por la cámara, y se reclamó como legítimo heredero del obispo.

Los Condes de Escalante negaban que Juan fuese el heredero de su hermano, porque los obispos no pueden testar sin licencia del papa, y todos sus bienes pertenecen a la cámara apostólica. Alegaron, además, que se habían ocultado bienes y haciendas que el obispo pudiera tener en Mondoñedo, Badajoz, Pamplona y Huérmeces, que el obispo había gastado mucho dinero en pleitos, viajes y múltiples residencias. Y que todas las donaciones y fundaciones fueron simuladas y fraudulentas.

En Huérmeces, los testigos preguntados declararon todo lo contrario: que el obispo era muy puntual en pagar a sus criados y en cumplir con sus deudas, y que sus bienes y casas estaban bien gobernados y pagados; y que en el pueblo se estaba construyendo una casa y una capilla, ayudado por su hermano Juan, ya que el obispo estaba endeudado y no podía pagarla.

Parece ser que el obispo había tratado de comprar las casas principales de los mayorazgos que los Zorrilla tenían en La Gándara (Valle de Soba, Cantabria), por lo que llegó a ofrecer 20.000 ducados.

De esta manera, y para seguir con la costumbre, se inició un dilatado, retorcido y costoso proceso judicial entre su hermano Juan, los supuestos acreedores del obispo (nada menos que 90) y los Condes de Escalante, cesionarios de la cámara apostólica. El proceso se inició en agosto de 1637 y todavía duraba en 1641. No se conoce el resultado final del mismo.

Cinco años antes de su muerte, en 1632, el obispo había escriturado una fundación de obras pías para su pueblo natal de Huérmeces: dos capellanías (para que los capellanes dijeran misa diaria entre los dos, una vez que el cuerpo del obispo estuviera enterrado en la capilla); limosnas para servicio del culto divino; socorro del pobre; remedio de huérfanas; educación y enseñanza de muchachos principales pobres, para los que mandó fundar un colegio o seminario, y ordenó que los dos más listos estudiaran en Salamanca; dejó 1000 maravedís para aceite de la lámpara del Santísimo de la iglesia parroquial de Huérmeces; 200 ducados para cera de su capilla y reparaciones varias, así como una cruz de plata sobredorada, un cáliz, vinagreras y candeleros; dejó al colegio su librería (aunque esta quedó embargada durante el espolio). Y para todo ello dejó por patrono único de todas las fundaciones a su hermano y heredero Juan, y a tal fin donó 20.000 ducados, además de otros bienes.

Una vida consecuente con el lema familiar:

Lo que parece evidente es que don Pedro fue persona fiel al lema que destaca sobre su escudo de armas, ya que dedicó gran parte de su vida a velarla de tal suerte que viva quedara en la muerte: acumuló poder, riquezas, contactos y recomendaciones; se codeó con reyes, virreyes, validos, nuncios y cardenales; y a pesar del expolio al que fueron sometidos sus muchos bienes terrenales, aún pudo legar a su familia un palacio y una capilla; y, sobre todo, no se perdió la memoria de los muchos actos que perpetró o cometió en su condición de obispo que fue de Mondoñedo, Badajoz y Pamplona.


En los archivos catedralicios de las tres ciudades quedan multitud de documentos que hablan de aquellos actos, tanto de los buenos como de los menos buenos, y de los muchos pleitos ocasionados a consecuencia de ellos. Varios canónigos archiveros, antiguos y modernos, le han dedicado mucho tiempo y esfuerzo al estudio de su figura; uno de ellos incluso elaboró, a mediados de los años 80 del siglo XX, una completa semblanza de su vida y obra.

Hoy, avanzado ya el siglo XXI, casi cuatro siglos después de su muerte, las andanzas del obispo que nació en Huérmeces también aparecen en la red de redes, que es casi como decir que don Pedro ha alcanzado la inmortalidad virtual.

Si viviera en nuestros días, no resultaría aventurado suponer que don Pedro fuera un polemista nato: sus apariciones en los medios reportarían titulares incendiarios sobre todos aquellos temas en los que un obispo no debiera aparecer como experto (sexualidad, maternidad, infancia, violencia de género, macroeconomía, partidismo político, etc); en las redes sociales, sus mordaces y oportunistas tuits coleccionarían miles de likes y, seguramente, millones de dislikes; y sus parroquianos saldrían de misa asustados o asombrados por sus apocalípticas homilías.

Quizás en otras materias don Pedro mantuviera posturas menos retrógradas, mostrando cierta oposición a la técnica del fracking, al expolio energético general y al deterioro paisajístico y medioambiental; alzaría su amenazadora mirada hacia los páramos circundantes, abominando del despliegue eólico; bueno, por lo menos hasta que se enterara de cuánto te pagaban al año si uno de esos locos cacharros giratorios caía en una de tus fincas. Entonces, una vez más, el viejo lema familiar acudiría en auxilio de su conciencia.

PERSONAS Y LUGARES:


-José Goñi Gaztambide (Arizaleta, 1914 - Pamplona, 2002): sacerdote católico, docente e historiador eclesiástico; canónico archivero de la catedral de Pamplona; autor prolífico, escribió -entre otras muchas- la monumental obra "Historia de los obispos de Pamplona", en 11 volúmenes (1979-1999).

-Fermín de Lubián y Sos (Sanguesa, 1690 - Pamplona 1770): prior del cabildo catedralicio de Pamplona (1746-1756); dejó escritos y numerosos informes, alguno de ellos editado de nuevo en tiempos modernos, como su "Relación de la Santa Iglesia de Pamplona, de la provincia burgense" (1730; reedición 1955).
-Casa adosada al Palacio de los Fernández Zorrilla: en Huermeces siempre se dijo que la casa era aún más vieja que el palacio. Las fuentes documentales confirman que -efectivamente- fue el palacio el que se adosó a la casa. Durante muchos años, los vecinos del pueblo se refirieron a ella como "la Casa de la Viuda", ya que en la misma residió entre los años 40 y 60 del siglo pasado Rosario González Sanllorente, natural de Úrbel del Castillo, y viuda de Domingo Ortega Díaz, natural de Huérmeces; en la misma casa residieron también Jerónimo Blanco Mena e Irene Pérez González, recordados pastores que prestaron sus servicios en Huérmeces durante muchos años.
-Duque de Lerma, Francisco de Sandoval y Rojas (Tordesillas, 1553 - Valladolid, 1625), valido del Rey Felipe III (reinado 1598-1621).
-Cristóbal Gómez de Sandoval (c. 1581 - Alcalá de Henares, 1624): duque de Uceda; sucedió a su padre, el duque de Lerma, como valido de Felipe III.
-Conde Duque de Olivares, Gaspar de Guzmán y Pimentel (Roma, 1587 - Toro, 1645), valido de Felipe IV (reinado 1621-1655).
-Francisco de Andía Irarrazábal y Zárate (Santiago de Chile, 1576 - Madrid, 1659), I marqués de Valparaíso: virrey de Navarra entre 1634 y 1637; también fue Consejero de Estado (1626), Gobernador de Orán (1628-1632), y Capitán General de Galicia (1638-1642).
-Olazchipi (Olaz Chipi, Olaz, Olatz Txipia): localidad situada a 6 km de Pamplona, perteneciente hoy al municipio de  Valle de Egüés, famosa en sus tiempos por la existencia en su término de un reformatorio para jóvenes (1923-1980); la expresión "¡Vas a ir a la Chipi!" aún es recordada por personas de cierta edad, en Pamplona y alrededores. En esta localidad existió un palacio perteneciente a los reyes de Navarra, que pudo ser -no hay prueba alguna al respecto- el que utilizó como residencia el obispo Zorrilla durante parte de su mandato, evitando de esta forma residir en Pamplona. 
-Santos Cidad Muñoz (Villahizán de Treviño, 1925 - Burgos, 2006); párroco de Huérmeces durante 35 años (1968-2003); con anterioridad lo fue de Riocerezo y Castil de Peones.

LÉXICO ECLESIÁSTICO:

-Sinodales: documentos emanados del sínodo diocesano (reunión o asamblea de autoridades eclesiásticas). Pueden adoptar diversas denominaciones: propuestas, recomendaciones, resoluciones o constituciones. Su diversa naturaleza  (programática, doctrinal, disciplinar) ocasiona que suelan poseer un carácter impreciso e indeterminado.  El obispo diocesano es el legislador en el sínodo diocesano, los demás miembros solo tiene voto consultivo.
 
-Visita ad limina (ad limina apostolarum): es la que todos los obispos diocesanos tienen la obligación de realizar -cada cinco años- a la Santa Sede, no solo para visitar las tumbas de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo sino también para informar al Papa del estado de su diócesis. En caso de necesidad, puede delegarse la visita en otra persona cualificada.

-Vicario general: auxiliar del obispo en su diócesis, nombrado por este, y que le ayuda en el gobierno.

-Nuncio: representante diplomático de la Santa Sede, con rango de embajador.

-Magnificat:  cántico y oración católica que, procedente del Evangelio de San Lucas, reproduce las palabras que María dirige a Dios con ocasión de su visita a su prima Isabel, madre de Juan el bautista.

-Tribunal de la Rota: tribunal de apelación de la Santa Sede.

-Episcopologio: del latín tardío episcopus (obispo) y del griego lógion (catálogo), con el significado de inventario, catálogo o repertorio de los obispos de una iglesia.

-Expolio/espolio: aparte de la acepción conocida (botín que el vencedor toma al vencido) también tiene la de: "conjunto de bienes que, por haber sido adquiridos con rentas eclesiásticas, quedan en propiedad de la iglesia al morir sin haber hecho testamento el clérigo que los poseía."


FUENTES:

-Historia de los obispos de Pamplona. Siglo XVII. Tomo V. José Goñi Gaztambide. Ediciones Universidad de Navarra-Gobierno de Navarra. Pamplona (1987) [Pedro Fernández-Zorrilla: páginas 370-499]

-Episcopado y cabildo. José Goñi Gaztambide. En "La catedral de Pamplona, I", Caja de Ahorros de Navarra-Gobierno de Navarra. Pamplona (1994) [pp 33-69]

[www.culturanavarra.es: Pedro Fernández Zorrilla, página 587]

-Episcopologio mindoniense. Enrique Cal Pardo. Cuadernos de Estudios Gallegos. Anexo XXVIII. CSIC-Xunta de Galicia. Santiago de Compostela (2003) [páginas 437-446]

-Historia de la Iglesia y Obispos de Pamplona. Gregorio Fernández Pérez. Madrid (1820) [páginas 90-96]

-Las visitas "ad limina" en la diócesis de Pamplona (1585-1725). María Iranzu Rico Arrastia. Universidad Pública de Navarra. Iura Vasconiae, 11/2014, 411-531. Pamplona (2014) [páginas 471-475]

-Relación de la Santa Iglesia de Pamplona de la Provincia Burgense. Fermín de Lubián y Sos. Pamplona (1955)

-Prelados de Badajoz en el siglo XVII (1611-1677). El Marqués del Saltillo. Badajoz (1952)

-Historia eclesiástica de la ciudad y obispado de Badajoz, 2ª parte, III. Juan Solano de Figueroa. Badajoz (1934)

-Blasones y linajes de la provincia de Burgos (II) Partido Judicial de Burgos. Francisco Oñate Gómez. Diputación Provincial de Burgos (2001) [Fernández Zorrilla: páginas 151-154]

-Catálogo monumental y artístico de la provincia de Burgos, Narciso Sentenach (1924), tomo IV [páginas 146-152] Huérmeces en el Sentenach






OTRAS FUENTES (APÉNDICE HÍDRICO):

Recientemente, un vecino del pueblo se ha tomado la molestia de adecentar y señalizar dos fuentes tradicionales del término: las de Escaladilla y los Enfermos, ambas muy necesitadas de cuidados. Siempre son de agradecer iniciativas de este tipo. Supongo que don Pedro también compartiría esta opinión. Fuentes y manantiales de Huérmeces





La fuente de Escaladilla pasaba desapercibida