Si tuviera que suponer
en qué lugar de la vieja casa del pueblo se esconde su “alma”, no tendría
ninguna duda: en el viejo desván. Allí donde siempre van a parar todas las
cosas que ya no se utilizan pero de las que nadie quiere desprenderse del todo
porque, al fin y al cabo, son pedazos de nuestras vidas. Una especie de
orfanato para trastos, cachivaches y recuerdos, eso, nada menos que eso, es el
viejo desván.
De ese viejo
desván han salido buena parte de las cosas que alimentan este blog: viejas
fotografías, cartas del abuelo en tiempos de guerra, antiguos recibos de
contribución, apergaminados documentos de finales del siglo XIX, ajados misales
en los que alguien guardó recordatorios o estampas del tiempo de Juan XXIII,
pequeñas cajas en las que algún niño escondió sus grandes secretos...
Libros de texto
de asignaturas variopintas, viejas enciclopedias que ya nacieron obsoletas, interminables
coleccionables nunca acabados, álbumes de cromos con algún espacio en blanco,
manuales iniciáticos de informática, cursos de idiomas que para nada mejoraron
nuestro paupérrimo inglés…
Azulejos
pasados de moda, griferías obturadas, cribas remendadas, horcas, horquillas, dalles
y palas con las que nuestros ancestros se deslomaron, cerraduras oxidadas imposibles
ya de casar con una sola de las decenas de llaves de todas las formas y
tamaños, casquillos de bombilla y transformadores de los tiempos del 125V…
Artesanas
escaleras de mano reñidas con la línea recta, coloños repletos de fósiles
imperfectos, resecos reteles inservibles para una familia en la que ya nadie
pesca, puertas y portillas de maderas con solera pero imposibles de encajar en
hueco alguno, viejos tablones medio carcomidos, arcones llenos de potes
renegridos tras décadas de elaborar cocidos a fuego lento,…
Con los objetos
de madera sientes periódicamente el instinto de utilizarlos para alimentar la
gloria en un frío fin de semana de noviembre pero, cada vez que adivinan tus
intenciones, estas viejas maderas parece que te miran con pena, como diciéndote:
espera, aún no, aún puedo servirte para algo algún día.
Y esos antiguos
juguetes que, inocentemente, pensábamos que quizás algún día sirvieran para el
ocio de nuestros hijos y nietos, ajenos como éramos a la futura irrupción de la Play,
la Nintendo o la Wii…
Y ese mágico lugar
del desván que –a pesar de un tejado minado de goteras- parecía vedado al
óxido: el rincón de las bicicletas. Esa colección de bicis que casi sirven para
resumir la vida de una persona: desde la más pequeña –con o sin ruedas
auxiliares- en la que nos manteníamos en equilibrio inestable, pasando por la
primera bici de carreras con la que subíamos por la Cuesta de Ruyales como si
del mismísimo Tourmalet se tratara, y
aquellas primeras bicis de montaña de últimos de los ochenta, ya demasiado
pesadas y pasadas … casi como nosotros…
Ese grupo de
bicis que, cubiertas por un enorme jergón blanco a modo de sudario, dejaban visibles
únicamente la parte baja de sus más o menos desinfladas ruedas; ese rincón de
las bicis que era de visita obligada cada vez que aterrizabas por la casa,
aunque sólo fuera un fugaz fin de semana. El rito se repetía: levantabas
levemente el jergón, observando durante apenas unos segundos a aquel rebaño
metálico e inmóvil; a lo sumo acariciabas el manillar de una de ellas,
volviendo a dejar caer el enorme trapo como si ya hubieras identificado a un
viejo amigo en la morgue. Y antes de cerrar la puerta, aún una última mirada: hasta el próximo verano, o quizás en navidades, no
sé, adiós en todo caso.
El viejo desván
también sirvió de habitación provisional para algún que otro nieto, en aquellos
veranos de plena ocupación de la casa, en la que convivían hasta cuatro
familias completas, en una especie de multipropiedad estival. En aquellos
casos, algún familiar se apiadaba de ti y colgaba una vieja colcha debajo de
las vigas, impidiendo que las arañas rapelaran libremente hacia la cama en la
que dormía y soñaba su adolescente inquilino.
Parte de ese alma de la casa se evanesció hace quince años, cuando se reformó el tejado, sustituyendo sus retorcidas vigas por perfectos perfiles metálicos, sus entablados terrosos por bovedillas
ultraligeras, sus herrumbrosas claraboyas por modernos Velux. Quedó un desván grande
y diáfano, más luminoso y habitable … pero ya no era lo mismo. Continuó el ritual
de la visita para comprobar que el óxido seguía respetando a las bicis y que la
carcoma aún tenía alimento para décadas pero … ya era otra cosa.
Aún así, nadie
pone en tela de juicio que incluso en este nuevo desván, menos añejo y con
menor carga emocional, por mucho espacio que ocupen trastos y cachivaches, estos siempre
tendrán un techo en que cobijarse. Nunca acabarán en el patio, a la intemperie,
y menos aún en el vertedero.
Post especialmente
dedicado a Carmelo y Berta, vecinos de Huérmeces que recientemente perdieron
parte de ese viejo desván de recuerdos que todos tenemos.
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